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Uno de los precursores del enoturismo en La Rioja es el bodeguero queleño Gabriel Pérez, aunque buena parte de la clarividencia que tuvo a mediados de los 90 para apostar por esa vía se la debe a su mujer, Mari Luz Cuevas.
Cuando Ontañón era todavía una modesta bodega de Quel, aprovechó las circunstancias para abrir sus puertas y salir a vender sus vinos a los viajantes que acudían a las industrias del calzado de Arnedo, a los turistas que visitaban el balneario de Arnedillo o a los que se alojaban en el Parador Nacional de Calahorra. No había muchas bodegas en La Rioja Baja –ahora Rioja Oriental– y los visitantes querían llevarse vino de la zona y, a ser posible, comprarlo en la propia bodega tras ver –si se podía– el proceso de elaboración. Mari Luz habilitó un espacio social en la parte baja de la casa de los Pérez Cuevas que intentó convertir en un lugar atractivo, para lo cual recurrió a un amigo de la familia, el artista de Aldeanueva de Ebro Miguel Ángel Sainz, y allí colgó algún cuadro y colocó esculturas.
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La idea resultó atractiva, pero la bodega familiar ubicada en los bajos de aquella casa poco a poco se fue quedando pequeña. Ya no cabían las barricas donde se envejecía el vino, se apilaban como se podía y se hacía difícil trabajar, así que Gabriel decidió buscar un nuevo emplazamiento para seguir con su actividad, cada vez más próspera.
El bodeguero entendió que era mejor comprar una bodega ya hecha que hacer una él porque eso podía suponer prolongar cuatro años el problema, así que se decidió a comprar (año 1995) el pabellón que había albergado la fábrica de caramelos de la Viuda de Solano, en Varea, y transformarlo en su bodega, pero una bodega diferente. Gabriel Pérez –desde el primer momento– animado por su mujer quiso hacer una bodega museo.
Durante cuatro años realizó una reforma integral del edificio, pero desde el principio, las barricas ocuparon ya la nave inferior del pabellón industrial, por lo que el proceso de crecimiento no se vio frenado. Gabriel Pérez prescindió de arquitectos y decoradores y se puso en manos del artista de Aldeanueva de Ebro para que, en la mayoría de los casos, diseñara y decorara los espacios. En otras ocasiones, el bodeguero simplemente le compró al pintor y escultor algunas de las obras realizadas años antes y con ellas decoró las diferentes salas de la bodega.
Además, en la transformación del edificio se trató de que los principios de sostenibilidad guiaran todas las acciones, así como el aprovechamiento máximo de los materiales retirados, y así por ejemplo, en los muros que acogen las vidrieras diseñadas 'in situ' por Miguel Ángel Sainz, se esconden muchos escombros de la obra de acondicionamiento del pabellón.
El fundador de Ontañón entendió la importancia que podía tener el enoturismo para vender vino y quiso explotar esa vía cuando todavía nadie lo hacía (era mitad de los años 90) y puso al frente de esa área de negocio al joven Jesús Arechavaleta, con el que ya había trabajado en Quel.
A pesar de las reticencias despertadas inicialmente entre el sector –Ontañón compraba un pabellón industrial para hacer vino–, la bodega es ahora todo un referente en el sector del turismo del vino. Su ubicación en Logroño le otorga un posicionamiento privilegiado, aunque Arechavaleta reconoce que hay que trabajar constantemente para no quedarse fuera de una 'tarta' en la que están, entre otras, Franco Españolas, a la que se puede acceder paseando desde el centro de la capital o la histórica Marqués de Murrieta.
Por ello, la propuesta de Ontañón siempre ha evolucionado por un camino diferente al del resto de las bodegas. Exploró la vía del arte antes que nadie, pensó en el visitante cuando apenas un puñado de visionarios abría sus bodegas al público e incluso se apoyó en las nuevas tecnologías para introducir al turista en vino a través de tablets y la gamificación.
E incluso con su filosofía llegó a cambiar la estructura tradicional de las visitas a la bodega. La inmensa mayoría de las compañías realizan con sus enoturistas el recorrido que sigue la uva desde que llega a la bodega hasta que sale como vino embotellado. Ven todo el proceso de vinificación, envejecimiento y afinamiento, para acabar disfrutando de ese vino en una cata comentada o como mínimo, en una degustación de varias referencias. Sin embargo, en Ontañón es diferente.
Jesús Arechavaleta propone a sus visitantes disfrutar del vino desde que entran en la bodega. El público, una vez que ha recibido una mínima noción apoyado –en ocasiones– en elementos audiovisuales inicia el recorrido por la bodega con un copa en la mano que va llenando de diferentes vinos según avanza por las estancias del edificio. «Como el protagonista es el vino, y por él han venido los visitantes a Ontañón, nosotros comenzamos por el ritual de la cata que te hace conectar inmediatamente con el vino».
Y termina en La Sacristía: «Todo templo tiene una sacristía en la que se preparan los elementos necesarios para la celebración, por eso llamamos así a nuestro espacio de cata, donde está la tienda y donde la premisa es la luz y los elementos artísticos. Es un espacio singular».
Y es que, en opinión de Jesús Arechavaleta, que lleva varias décadas dedicadas al turismo del vino, «el enoturismo ha cambiado porque la gente más que aprender de la cultura del vino y ver lagares, calados, naves de barricas, etc... lo que quiere es aprender a beber vino y saber apreciarlo», comenta. «Cuando el visitante sale de una bodega, según nosotros lo entendemos, tiene que hacerlo con la sensación de haber aprendido algo, a través de la colección de aromas del vino, de los juegos, etc».
La filosofía por la que apuesta Ontañón es «explicar el vino, pero con el vino. Por eso, el visitante lo lleva siempre en la mano». Además, la bodega está planteada como un homenaje al vino a través de las manifestaciones artísticas que en ella se recogen, por eso «lo importante es establecer una conexión con el vino desde el principio y rápidamente».
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David González
Claudia Turiel y Oihana Huércanos Pizarro (gráficos)
Óscar Beltrán de Otálora y Josemi Benítez (Gráficos)
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