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Esposa Fidelis, en la ciudad de España donde reside. Eva Parey

En la calle sin seguridad social y con solo 500 euros después de 20 años como monja

Una mujer que estuvo en las «servidoras» de la congregación del Verbo Encarnado denuncia la precariedad a la que se enfrentan las que dejan los hábitos

Domingo, 8 de junio 2025, 01:04

Dejó su nombre y comenzó a llamarse Esposa Fidelis, dentro de la congregación a la que entró apenas cumplidos los 18 años. Un año antes, cuando iba a la misa por el grupo de jóvenes donde había hecho amistades, le había confesado al cura de su parroquia que «quería servir a Cristo pero no sabía cómo». A partir de entonces «los curas del Verbo Encarnado te empiezan a mirar como la chica elegida. Solo conmigo no, con un montón. El padre te mira, te llama, cierra la puerta del despacho y te dice: veo algo en ti, estás preparada para hacer un retiro. Yo había hecho la comunión y la confirmación, iba a misa de vez en cuando pero en ese momento no me sentí llamada por dios, ni mucho menos, pero pensé que era importante».

Esposa Fidelis, como prefiere que se le llame en este reportaje, relata la manera en que entró a la «rama femenina de la familia religiosa» del Instituto del Verbo Encarnado, llamada Servidoras del Señor y de la Virgen de Matará. Fundada en 1988 en Argentina y ya extendida por 44 países, según sus propios datos, se dedican a servir a los curas católicos en distintos destinos. En España, Esposa Fidelis, originaria de Brasil, estuvo en Canarias y Cataluña, antes de abandonar la orden, veinte años más tarde.

Después de romper la relación con sus padres, que se oponían a que eligiera la vida de monja, entró al convento. «Para nosotras el primer acto de valentía, el más grande que puedes hacer ante dios, es contra tus propios padres de sangre, tu propia familia», asegura quien, desde entonces, repitió una rutina diaria. «Todos los años de religiosa que he vivido, desde el primer momento, me levanté a las seis de la mañana, y después de la misa y adoración, tenía que limpiar, cocinar, coser, planchar. Lo que el cura pidiera. Los fines de semana daba catequesis a los niños».

Esclavitud de amor

Según el Instituto del Verbo Encarnado, a quien contactó sin obtener repuesta este periódico, «las hermanas dedican toda su vida a la oración, a la penitencia y a la contemplación» y a la «esclavitud de voluntad y amor» con «ofrenda de todos nuestros bienes y nosotros mismos». «Todo tu mundo es allí, con un horario muy rígido, establecido para hacer todas lo mismo, a la misma hora. Todos los días son iguales y estás obligada a confesarte una vez a la semana».

Hasta los 38 años, Esposa Fidelis sirvió dentro de los conventos. A esa edad logró que su renuncia a la vida religiosa se hiciera efectiva. «Salí con 38 años, nunca trabajé en mi vida, no tengo estudios, sólo estudios teológicos que, por lo menos si fueran válidos, si tuviera un título válido, podría empezar de ahí, pero para el mundo no he estudiado nada», explica. «Fue como si me transportara de un planeta a otro. Salí sin saber abrir una cuenta bancaria, sin amistades, sin relaciones con nadie». Poco a poco comprendió que nunca había cotizado en la seguridad social, que no tenía derecho a paro ni tan siquiera poseía la tarjeta sanitaria. Cuando la despidieron del convento, recuerda, le dieron sólo 500 euros.

«No había nada más que hacer. Solo esperar la muerte, porque la muerte me llevaría al cielo»

«Este caso es parecido al de otras siete personas que pertenecieron a esa congregación», asegura Juantxo Domínguez, presidente de la Red de Prevención Sectaria y del Abuso de Debilidad (Redune), que asesora a Esposa Fidelis y a las otras personas para llevar sus casos a los tribunales. «Los que vienen no pueden denunciar porque se quedan en la calle. Al final trabajan, trabajan y trabajan sin seguridad social y así estarán hasta que se mueran. Es una situación que sucede en el ámbito eclesiástico, sea católico o evangélico, e institucional». La demanda «se enfoca, por una parte, en el aspecto de no haber cotizado en la Seguridad Social y, por otra, en la coacción para no abandonar la orden».

«Fue horrible, horrible. Nunca imaginé que iba a pasar hambre, frío y estar hasta tres de la mañana sin saber dónde dormir. Cuidé a la abuela de una conocida y en la pandemia me recibió otra congregación religiosa que me dejó vivir en una habitación sin pagar. Pero tampoco tenía dinero para comida, ni para nada», rememora. «No he querido tener más contacto con el Verbo Encarnado. Ahora intento demandarlos por negar que había una relación laboral y luego decir, sin mi consentimiento, que había sido autónoma los últimos años, cuando todavía era monja. ¿Y todos los años que no he cotizado? No tengo nada de estos años, qué ganaba yo, no he ganado nada. Hace unos años intenté demandar perjuicios y daños morales, con un abogado de oficio, pero no tengo ninguna respuesta. Haré lo que esté en mis manos».

Renuncia y silencio

La primera vez que trató de renunciar sucedió antes de hacer los primeros votos. La superiora del convento la envió a un retiro, asegura, de donde salió convencida de que «estaba pagando mis pecados y no había nada más que hacer. Solo esperar la muerte porque la muerte me llevaría al cielo». Hizo los primeros votos, con 19 años y los renovó anualmente. En 2004, en Tenerife, no quiso hacer los votos perpetuos, mantiene Esposa Fidelis, y la destinaron a un monasterio de silencio, «para que dios me mostrara que yo tenía vocación».

«No teníamos tarjeta sanitaria pública. Nos atendían en una mutua privada, para evitar que vayamos a un hospital»

Durante varios años se repitió la renuncia ante la superiora, el encierro en monasterios y el reencuentro en el convento, aunque fuera en diferentes conventos. «Me iba poniendo cada vez más triste, dejé de comer y de dormir. Tenía crisis durante las noches. Me dije: esto es fruto de vivir una vida que no es tuya». Su estado de salud continuó deteriorándose y la enviaron a la «casa provincial de la congregación en Barcelona, donde estaba la superiora mayor. Me hicieron irme con lo puesto». Le dieron tres meses sabáticos para recuperarse. «Me dijeron: ¿Acaso Jesucristo te abandonó cuando estaba él en la cruz? Murió por ti ¿y tú, porque estás triste, vas a abandonarlo?». Para entonces tenía «poco más de treinta años». La reiteración de esta conducta es la que podría servir, en una demanda, para demostrar la «coacción» señalada por RedUne.

Su salud empeoró y comenzó a acudir a un psiquiatra en un consultorio privado. «Al mismo psiquiatra iban más hermanas depresivas», afirma. «No teníamos tarjeta sanitaria pública. Nos atendían en una mutua privada, para evitar que vayamos a un hospital público y tenernos más controladas. Yo venía arrastrando una depresión desde 2009 y recién en 2014 decidieron llevarme a un psiquiatra. Ya estaba entregada, sin ganas de hablar, sin fuerzas para luchar. Hablo sólo de mi caso». Después de acudir a un hospital, donde dijo que había ingerido suficientes pastillas para quitarse la vida y de ser catalogada como posible suicida, Esposa Fidelis logró, no sin antes volver a pasar por encierros solitarios en monasterios, que la superiora le permitiera irse.

«Es difícil seguir siendo creyente, pero no voy a negar la existencia de Dios porque soy demasiado inteligente con para eso. No es cuestión de negar, pero la relación con dios queda herida. Queda totalmente herida. Lo espiritual me suena a Verbo Encarnado y entrar a una iglesia es como revivir un trauma. Cada vez que intento entrar en una iglesia, acabo en una crisis de rabia, y prefiero dejarlo», dice Esposa Fidelis. «Cuando pienso en mi juventud, veo que he perdido mi vida. El único sueño que tenía claro era tener una familia, tener hijos».

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